Precipicios esperando caídas.

    Volver a casa sola tampoco está tan mal. Música en los cascos e ideas en la cabeza, luchando a ver quién hace más ruido. Depende del día gana uno u otro. A veces subir el volumen de la música ayuda bastante. Y cantar a gritos, sabiendo que nadie va a escucharte.

O pensar en voz alta. Aunque eso ya da más miedo. Porque mientras las ideas estén en mi cabeza, puedo hacer como que no son reales. Pero una vez salen por mi boca… ya no hay marcha atrás. Como, por ejemplo, confesar que siempre que vuelvo a casa sola lo hago pensando en él. O cada vez que escribo. Siempre le escribo a él. Siempre le canto a él.

Sin embargo, ahora pienso un poco más en mí. Supongo que es lo que debería haber hecho desde el principio, y quizá entonces no estaría escribiendo aquí ahora. O quizá no. Ya da igual.
Estoy sentada en la mesa del ordenador, escribiendo a alguien que no me va a leer (y, ya puestos a ser sincero: a alguien que no quiero que me lea). Dedicándole pensamientos a una persona a la que ya dediqué demasiadas lágrimas.
A alguien a quien no voy a perdonar nunca. No es que sea rencorosa, no confundamos. Simplemente me resulta más fácil odiarle que echarle de menos. Y mientras me refugie en estos sentimientos, estoy protegida de otros peores (como volver a quererle).

Es difícil explicar lo duro que es que te destroce la persona en la que más confiabas en el mundo. Pero más complicado todavía es sentirlo.
Aunque, siendo realista, duele muchísimo más estar con alguien que sabes que no te quiere ni te necesita. Es complicado, porque esa persona cree que lo hace e intenta demostrártelo. Pero tú sabes que es todo una pantomima, y no eres capaz de poner buena cara sabiendo la verdad. Y no recibes los besos de la misma forma. Y no das los abrazos con el mismo amor. Y notas que las despedidas ya no son lo mismo.

    Es como una fase de preparación. Sabes de sobra que todo se ha acabado mucho antes de que la otra persona descubra que algo ha cambiado. Y te preparas para la caída. Y digo caída porque la situación es bastante parecida a estar al borde de un precipicio: juntos, poco a poco, habéis escalado una montaña tan escarpada que es prácticamente imposible creer que hayáis conseguido llegar tan alto. Y cuando llegáis, todo es precioso, como si fuera lo que habíais estado buscando toda la vida. Pero en vez de quedaros a disfrutar el lugar, seguís andando. Y él no sabe hacia dónde vais. Pero tú sí. Y cada paso que avanzáis os acerca más al borde del precipicio. Y tú lo sabes. Y no estás preparada para eso. Y te vas alejando poco a poco. Y él no entiende nada.

Por eso mismo él siempre va a pensar que la culpa fue tuya: que tú cambiaste, que tú te alejaste, que tú empezaste a ser fría, a no devolverle las muestras de cariño, a no aceptar sus “te quiero” como antes. Pero tú sabes lo que ha pasado en realidad, y por eso te da igual lo que él piense.

Y entonces, cuando ya estás de puntillas al borde del precipicio, te hace pensar que te va a coger la mano y no va a permitir que te caigas. Y tú, ingenua (como siempre), le crees. Te permites creer que de verdad puede salvarte. Y justo en ese momento, justo cuando hayas decidido luchar un poco más, te abraza. Pero no es un abrazo como los de siempre: tiene el peor sabor a despedida que vayas a probar en tu vida. Y no veas si duele cuando él te empuja con todas sus fuerzas mientras te mira a los ojos.

Y te caes. Claro que te caes. Te pegas la hostia de tu vida. Y acabas más destrozada de lo que lo habías estado jamás. Más en ruinas que Roma.

    Entonces llega la parte más irónica: él baja corriendo a ayudarte. Te ve llorar, ve como los trozos de ti se esparcen por el suelo, y te pregunta qué te pasa. Te pregunta qué te pasa como si no lo supiera de sobra, y encima te dice que él no ha hecho nada. Tiene el atrevimiento de decirte que ha sido culpa tuya por acercarte tanto al borde y perder el equilibrio.

Y tú, que has visto perfectamente cómo te empujaba y te miraba caer, te preguntas si no tendrá razón (pequeña imbécil, ¿cuándo aprenderás?). Buscas la forma de convencerte de que ha sido culpa tuya.

Pero entonces algo se activa en tu mente. Algo te dice que es absurdo seguir buscándole explicación a la hostia que te acabas de pegar. ¿Qué más da qué te hiciera caer? El caso es que ahora estás en el suelo hecha pedazos, y tienes que reconstruirte.

Por primera vez en mucho tiempo te das cuenta de que llevas demasiados meses perdida. 
Y decides que ya va siendo hora de encontrarte


Ya casi no recuerdo que te había olvidado.

     Necesito escribir otra vez. Y siempre por lo mismo, siempre por tu culpa. Tanto para bien como para mal, siempre escribo por ti.

    Te echo de menos, ¿sabes? Te echo tanto de menos. Ayer hizo un año de aquella noche en la que me dijiste que me echabas de menos, que me seguías queriendo y te arrepentías de haberte largado. Y yo te creí, ¿sabes? Te creí como una estúpida, a pesar de aparentar como que no lo hacía. 


    También fue tu culpa que te creyera. Nunca te había visto esforzarte tanto para tenerme. Y te juro que no se me va a olvidar nunca es sabor de ese segundo primer beso. Ni tu mano buscando la mía cuando andábamos por la calle. Cuando me levantabas por los aires mirándome a los ojos, como si no hubiera nada que quisieras más que a mí.

    Te echo tanto de menos. Me hiciste pasar el mejor verano de mi vida, te lo juro. Te juro que nunca había sido tan feliz. Me demostraste tantas cosas... todo el mundo dice que no, pero yo sé que me has querido. Lo sé. Quizá no tanto como yo a ti. Y quizá no lo suficiente como para aguantarme. Pero sé que me has querido.

    Y es que ellos no te veían la cara cuando me acercaba. Ellos no recibían mensajes de repente ni llamadas con millones de 'te quiero' en diez minutos. A ellos no les ibas a ver a la puerta de casa ni les abrazabas tan fuerte, tan bonito. No son ellos los que se pegaban contigo y acababan comiéndose a besos. No. Esas cosas no las hacías con ellos. Las hacías conmigo.

    Quizá fueron imaginaciones mías, no sé. A lo mejor no me besaste con tanto amor aquella vez, y quizá no me miraste como te vi mirarme al entrar a mi casa después de las doce campanadas. Quizá estaba cegada y nada de eso era real.

    Pero era tan bonito... te juro que cuando me desperté a tu lado aquel día de verano y te vi dormido supe que jamás iba a ser tan feliz. Y ni siquiera estabas especialmente guapo. Simplemente estabas dormido, con la boca medio abierta y un gesto tranquilo. Pero supe que jamás iba a querer a nadie tanto como a ti.

    Quizá el error fue no decírtelo lo suficiente. Quizá no sabías que estaba tan enamorada de ti. Quizá no hice las cosas bien (como de costumbre). Quizá viví una historia diferente.

    A lo mejor tenía que haberte dicho que te quería mil veces al día. A lo mejor tenía que haberme dejado llevar. Quién sabe.

    Pero supongo que algo dentro de mí me decía que esta vez tampoco iba a salir bien. Aunque al principio fuera tan perfecto.

    ¿Por qué dejaste de hacerme caso? Todavía intento recordar en qué momento dejamos de contarnos todo, cuándo dejaste de necesitar hablarme a todas horas, por qué de repente sentí que ya no te importaba. Y eso tampoco te lo dije. Pensé que también eran imaginaciones mías.

    Pero no sabes cuánta falta me hacías. No podía más, y lo único que necesitaba era que estuvieras ahí y no me dejaras caer, ni rendirme, ni hundirme. Pero no estuviste, ¿sabes? No lo entendiste. No te diste cuenta de que si me enfadaba tanto era porque no podía más. Te necesitaba y tú sólo empeorabas las cosas al no entenderlo. Y yo pensaba que eso también era culpa mía por pagar contigo cosas de las que no tenías la culpa.

    Y lo dejaba pasar. Empecé a sentir que no podía decirte nada, porque siempre te enfadabas. Y yo no soy de esas personas que pueden callarse todo. Y me sentía un lastre.

    Pero seguías sin darte cuenta. No te dabas cuenta de que podías hacerme más daño que nadie. Y que cada vez que te cabreabas y decías ciertas cosas, a mí se me caía el mundo encima.

    No sabes cuántas horas me pasé llorando porque algo dentro de mí me decía que estábamos al borde de un precipicio y que en cualquier momento nos caeríamos.

    Y vaya que si nos caímos. Sólo que tú caíste de pie, y yo me hice añicos.

    Y aquí sigo, intentando recoger los trozos de mí que hay por el suelo. Aunque es absurdo. No encajan, ya no sirven. Sólo hacen daño.

    Y vuelvo a escribir (a escribirte) llorando. Intentando hacer como que no me rompo un poco más por dentro cada vez que te veo. Cuando sé que estás besando otros labios sin ni siquiera recordar los míos. Cuando sé que te estás follando a una mil veces mejor que yo. Y ni siquiera puedo culparte. Ni enfadarme. Y ojalá pudiese odiarte. En serio, ojalá.

    Pero no sé qué me pasa, que no puedo. Me parece normal que ya ni siquiera te acuerdes de mí, que no recuerdes lo que se supone que sentías y que te la sude haberme perdido. Porque en el fondo, ¿quién va a quererme? Si no valgo nada por dentro, ni mucho menos por fuera. Bastante que me regalaste un poco de tu tiempo.

    Pero ojalá me hubieras entendido. Ojalá te hubieras esforzado para intentar entenderme. Ojalá me hubieras querido lo suficiente como para no dejar que tu orgullo ganara y luchar por mí. Como para no dejar que me fuera sin hacer nada. Como para no sustituirme tan rápido.

    Ojalá te hubiera importado lo más mínimo cómo me sentía. Y como me siento ahora.

    Ojalá entendieras lo horrible que es estar enamorada que alguien que te ha roto.

    Ojalá supieras lo duro que es hacer como que no te quiero, como que no me importa verte tan feliz, como que me da igual que estés con otra. Y lo jodido que resulta conseguir no llorar dos días seguidos, y luego volver a verte.

    Ojalá supieras lo que se siente. Y cómo duele. Porque no veas si duele cuando mi corazón se empeña en decirme que quizá tú también me buscas entre la gente y me miras cuando paso por delante. Que quizá dentro de un tiempo vuelves a volver y a la tercera va la vencida. Y duele tanto porque sé que puede que pase. Y sé que me debo a mí misma no permitirte volver. Pero también sé que probablemente no tenga las fuerzas suficientes como para hacerlo.

    Y me romperás otra vez. Seguramente más de lo que estoy ahora. Aunque quizá no sea posible, porque creo que no queda nada que romper. Estoy tan vacía que dentro de mí se oye eco cuando discuten mi corazón y mi cerebro.

    ¿Sabes lo que dice el cerebro? Todo verdades. Que no te importo una mierda, y que no te mereces ni que te salude. Ni mucho menos que te deje volver si algún día quieres hacerlo. Porque quien te quiere no te destroza. Y mucho menos sabiendo que lo está haciendo, y buscando excusas para echarte a ti la culpa.
Y lo sé. Claro que lo sé. Y ojalá algún día sea capaz de asumir que no estoy hecha para el amor, ni mucho menos para ti. Quizá algún día sea capaz de verte besando a otra y no sentirme insignificante.

    Quizá.

    O quizá no.

    Pero pase lo que pase, no quiero que lo sepas. Porque me siento tan patética cuando te escribo mientras tu la escribes a ella (o a cualquier otra). Cuando te lloro mientras tú te la follas.


    Pero voy a salir de esto. Lo sé. Quizá nunca esté con nadie más en mi vida (que es lo más probable), pero voy a dejar de quererte. Aunque me cueste la vida, voy a dejar de quererte. Aunque tenga que cambiar. Si total, ya no sé quién soy (ni sé quién eres tú).

    Me pusiste por las nubes, y luego me dejaste caer. Y me destrozaste. Y encima te llevaste la mitad de los pedazos. Y me cambiaste. Y ahora no sé qué hacer.

    No tengo ni la menor idea de qué hacer.

    Pero voy a descubirlo, me cueste lo que me cueste. Y sino, voy a dejar que pase el tiempo y me lleve la corriente. Ya veré dónde acabo.